Era algo tan inviable que le costó la intemperie y el exilio al sindicalista más poderoso de la Argentina, en el momento en que su gobierno tenía la legitimidad más alta. En el país peronista, con un gobierno de esa cuna que se abrazaba al ideario del mercado interno y la producción nacional, Hugo Moyano tuvo la osadía de pedir un sueño imposible: un trabajador en la Casa Rosada. La historia ya contada es que a Cristina Kirchner no le gustó nada. La trabajadora ya había llegado, era ella, según dijo ante un estadio de River repleto como nunca de militancia sindical. Se escribió mucho de las razones que llevaron a una ruptura que, vista desde hoy, empujó a todos a la derrota. Al kirchnerismo, a perder el respaldo de un aliado de peso social irremplazable que empezó a virar en busca de un puerto que le permitiera amarrar. Primero fue el massismo, después quizá fue el macrismo, hoy no se sabe. Al moyanismo, a renunciar a ese salto a la política que se había fijado como meta trascendental.

Que la columna vertebral del peronismo pase a ser la cabeza del movimiento nacional justicialista era una idea ambiciosa y quizá más, anacrónica. Producto de la ruptura del mundo del trabajo que precedió y sobrevivió al kirchnerismo, y pese al poderío que ganaron los gremios en la la era Kirchner, al sueño de Moyano lo interrumpió rápido el despertador de un PJ gobernante que -con o sin razón- sigue relegando a los sindicatos.

Moyano se enfrentó a la ex presidenta, encabezó las huelgas por Ganancias, inauguró  una estatua con Macri, se llamó a un silencio estratégico, se convirtió en presidente de su club y le consiguió trabajo a su yerno. Recién en 2018, comenzó a ver que la paz del macrismo tenía sus limitaciones, apretado por la situación de OCA, donde nadie sabe si es sindicato o empresa.

Con Hugo, se clausuró una era que dejó a la dirigencia gremial atontada, presa de su colaboracionismo, incapaz de pegar un grito que estremeciera al poder. Tantos años reclamando un paro de la CGT y, cuando llega -el lunes último-, nadie se entera ni cambia nada.

Justo la noche de la huelga más intrascendente, después de la Intifada y la represión, las cacerolas volvieron a hermanarse con el progresismo y la izquierda. Lo más sorprendente no fue eso, sino la consigna que alguien logró traficar en medio del ruido: “Unidad de los trabajadores y al que no le gusta, se jode, se jode”. El coro inédito de una clase media siempre sospechosa de no reconocerse parte de la masa asalariada, en el momento en que la central sindical mayoritaria también aparece esquivando piedras y sin capacidad de conducir más que a un sector. Una clase media que ya no va en alianza con el piquete sino que se piensa distinta, con Cambiemos en el gobierno. En el mundo del trabajo astillado en mil pedazos, con casi el 40 por ciento de los trabajadores en negro, con la aristocracia obrera en problemas, en las calles el mandato dice: unidad entre los que viven de su trabajo. Como si el anhelo de Moyano -hallar al Lula aborigen- debiera cumplirse por fuera de la CGT y los altos mandos sindicales.

Un horizonte lejano. Que puede ser apenas parte de la confusión o puede ser un programa de gobierno devaluado como acto reflejo tanto por la historia como por las amplias fuerzas del cinismo. La unidad de los trabajadores para llegar a la Casa Rosada, un imposible que la Argentina no se puede permitir pensar, ni siquiera cuando todas las identidades políticas se desangran en su impotencia. Cuando en el gobierno están los CEOs y los dueños, contraparte victoriosa ante los trabajadores. Inviable. Tanto casi como un presidente criado en el mundo de las empresas que llegue al poder por los votos, sin necesidad de travestirse en las filas del peronismo o el radicalismo.

Que venga la noche buena. Y se cumplan nuestros deseos.