Las derrotas militares en el norte, las de Napoleón en Europa y el regreso del querido Rey al trono nos metieron, naturalmente, en una crisis. Y la crisis es oportunidad, oigan. Así que echamos mano a la medicina argenta para cualquier aprieto, la concentración del poder es nuestra penicilina.

Y ahí fuimos a un Directorio Supremo, con un Director con todo el poder, robusto, omnipotente y, por supuesto, porteño. Y preferentemente tío del dueño de la pelota. En limpio, Alvear puso a su tío Gervasio Posadas de Director Supremo para manejarlo a gusto y piaccere mientras se ocupaba de engalanar las charreteras de su uniforme.

Gervasio Posadas.
Gervasio Posadas.

El Director contaba con tres Secretarios y un Consejo de Estado formado por nueve miembros: un Presidente que reemplazaba al Director Supremo, un Secretario y siete vocales. El Consejo era el órgano asesor en política internacional. Por las dudas, como Presidente del Consejo, eligieron a Rodríguez Peña, también porteño.

Medio pintado al óleo andaba el tío Gervasio.

Mientras tanto, el sobrino aprovechaba el asedio, que ya llevaba tiempo, por parte de los orientales de Artigas, y la ofensiva de la armada de Guillermo Brown, para entrar en Montevideo y llevarse los laureles.

De todos modos, los laureles duraron poco, como todo en este páramo, cuando el incidente terminó en una trifulca con los orientales. Igual, para cuando volvió a Buenos Aires ya era Brigadier General. Un carrerón.

Pero los charrúas eran gente de mucha garra, así que hubo que volver a cruzar el charco para poner orden, hasta que Manuel Críspulo Bernabé do Rego logró lo que parecía la victoria final. Pero no.

Con este cuadrito, y para acrecentar su gloria militar, Alvear fue encomendado al ejército del norte en reemplazo de Rondeau, que ya había reemplazado a San Martín. Duró lo que un pedo en un canasto porque no hubo un solo oficial que le diera pelota, violín en bolsa y a Buenos Aires de nuevo. A cumplir con su destino.

A todo esto, y mientras se sucedían los jefes en el norte, Güemes, con sus gauchos infernales, aguantaba todo lo que podía y como podía.

Hola, tío, déjeme la silla, y ahí, meteóricamente, Don Carlos María de Alvear se hacía Director Supremo de las Provincias muy poco Unidas del Río de la Plata. Entonces se puso a censurar a la prensa, espiar adversarios, apresarlos y fusilarlos. Y después de fusilarlos colgaba el cuerpo en la Plaza de Mayo, un pedagogo.

Plaza de Mayo.
Plaza de Mayo.

En el interior no lo podían ver, mientras prefería que nos protegiera Gran Bretaña, San Martín optaba por fortalecer al ejército y darle las del pulpo a los realistas por Lima. Los dos líderes de la Logia estaban tan enfrentados que cuando Don José pidió licencia por enfermedad como Gobernador de Cuyo, el otro le mandó un reemplazo que no pudo asumir porque el Cabildo Mendocino no reconocía otra autoridad que la del santo de la espada.

Mientras nuestros futuros próceres se veían venir la maroma con la vuelta de su Majestad y el absolutismo, empezaron a buscar el reconocimiento de nuestra soberanía y formas de gobierno que nos permitieran independizarnos de una vez por todas. Por ejemplo, Belgrano y San Martín pensaban en una monarquía constitucional con un Rey Inca, y así hacer una alianza con los pueblos andinos, pero también había federales, unitarios y republicanos.

San Martín.
San Martín.

Alvear que quería un protectorado, y, puesto a elegir, inglés. Para eso le empiojó la misión a Belgrano y Rivadavia en Londres y España mandando un par de cartas a Lord Strangford, el embajador inglés en Río de Janeiro, suplicando el protectorado de la pérfida Albión.

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Pero, como ya hemos dicho, los uruguayos eran duros de roer. Artigas, que influía con su postura anticentralista a las provincias litoraleñas, rechazó el ofrecimiento de independencia de la Banda Oriental a cambio de retirarse del litoral. Entonces el Director mandó a Álvarez Thomas a arreglar las cosas a los cebollazos, pero este, ni bien llegó, dijo que no se iban a andar matando entre hermanos ni que ocho cuartos. Así se armó el motín de Fontezuelas. Y otra vez, todo al carajo.

En Buenos Aires, viendo el paisaje, dijeron si no puedes contra ellos, únete.

El Cabildo –regido por el suegro de San Martín, el papá de la entrañable Remedios– también le soltó la mano al anglófilo que terminó renunciando.

El Cabildo.
El Cabildo.

Tres meses duró su imperio. Terminó refugiado en una fragata inglesa para partir a su exilio en Brasil. Su tío fue preso –eso no varía, siempre una cabeza rueda–. Además, le practicaron la eutanasia a la agonizante Asamblea del Año XIII.

A Don Carlos ya lo volveremos a cruzar más adelante, como una planta permanente del cargo público, con causas más nobles y no tanto. Pero lo cierto es que la Ley del Olvido de Martín Rodríguez nos lo devolvió vivito, coleando y lleno de entusiasmo, como cualquier hijo de puta que se precie.

El Directorio siguió su rumbo errante, y el pescado sin vender. El centralismo de los últimos gobiernos sólo había enriquecido a los ganaderos y a los comerciantes de Buenos Aires. Aprovecharon los beneficios de la aduana, el contrabando portuario y relegaron al interior la política y la economía.

Con ese horizonte asumió Álvarez Thomas en calidad de interino. Dado que el designado Rondeau andaba, cuándo no, con el ejército del norte.

Álvarez Thomas pudo poner a raya a Montevideo y Santa Fe, pero no por mucho tiempo. Ante la sublevación de Estanislao López mandó a Belgrano a poner orden y todo terminó con el pacto entre el ejército y los federales, el de Santo Tomé. A su vez, éste derivó en su renuncia, previa convocatoria al Congreso de Tucumán y designación de la Junta de Observación para controlar al Directorio que terminaría siendo para Antonio González Balcarce.

El caudillismo.
El caudillismo.

En el interior crecían las figuras locales, se gestaba la figura del caudillo, líderes que reunían hombres formando ejércitos provinciales. Ellos serían los protagonistas de los años que se vienen entre la independencia y la organización del Estado.

Así se abren dos frentes. Por un lado, la guerra por la independencia contra los realistas en el norte, en Chile y Perú. Por el otro, las guerras intestinas, entre los porteños y el interior, entre unitarios y federales, y todos contra todos, como debe ser.

Pero primero vamos por la independencia.