El gobierno golpeó fuerte los dólares alternativos durante los últimos diez días, con resultados objetivos que la prensa financiera especializada debería poder reconocer sin tantas turbaciones. Los 168 pesos a los que cerró el paralelo ayer implican una caída de 15% respecto a los máximos alcanzados. Este martillazo al blue era condición necesaria en un contexto en dónde la espiralización amagaba con descontrolarse y ya estaba impactando sobre los precios de referencia.

No significa esto minimizar los costes de las medidas. La venta de bonos para bajar el dólar bolsa efectivamente implica asumir deuda a un alto interés, aunque se trata de un volumen bajo que no merece tanta alarma. Sin embargo, para lograr este golpe de efecto, el gobierno debió también realizar una emisión de bonos en pesos por más de 250 mil millones, en su gran mayoría adjudicando instrumentos indexados, lo que sí constituye un mecanismo riesgoso. Aquello obliga hacer las cosas bien, so pena de que las consecuencias de una nueva corrida puedan ser mucho más dañinas al prescindir de un ancla para los pasivos.

En todo caso, a diferencia de las medidas anteriores, lo que no puede discutirse es que esta vez las decisiones adoptadas generaron el efecto deseado. Más aún, luego de la fuerte intervención, la baja del paralelo parece estar siendo convalidada por el mercado, como lo demuestran las compras por 90 millones de dólares que hizo ayer el BCRA. Falta aún la parte más difícil, que empiecen a ingresar las divisas del superávit comercial, para lo cual probablemente no alcance sólo con calmar momentáneamente al mercado, sino que requiera generar un horizonte de mayor previsibilidad.

Cómo la recomendación que se popularizó para abordar la pandemia, a este martillo lo debe suceder la danza: inmediatamente después de la artillería pesada para cortar el desborde y bajar la brecha, que aún permanece en niveles intolerables, debe seguir un proceso gradual de ordenamiento de las variables económicas. Esta confluencia tiene que desarrollarse a la velocidad justa para que sea sustentable tanto social como económicamente.

El gobierno viene dando señales en este sentido. Mientras quemaba cartuchos en busca de bajar el dólar paralelo, reformuló su programa financiero para acelerar la devolución de los Adelantos Transitorios pedidos al BCRA, esto es, el financiamiento vía emisión al que apeló durante este año, en especial una vez desatado el coronavirus. La decisión anunciada ayer de no tomar más dinero por esta vía en lo que queda del 2020 es un tanto simbólica, puesto que ya se estaban alcanzando los límites autorizados. Aun así, no deja de orientarse en la misma dirección.

Pero esta danza, como el tango, se baila de a dos. Avanzar hacia una situación fiscal sostenible requiere articular consensos para que ese proceso sea viable en las dimensiones antes mencionadas. Es necesario que sea tolerable para la sociedad pero también financiable por el mercado. A riesgo de contribuir a la sobreinterpretación de la carta de Cristina, la definición de la vicepresidenta sobre la necesidad de pactos amplios para evitar un colapso asociado a la bimonetariedad de nuestra economía, puede ser leída como una forma de darle robustez y legitimidad a esa agenda, que necesitará de mucho respaldo político para concretarse. La voz de Cristina sigue teniendo un peso específico capaz de modelar el debate público, y así quedó demostrado por las repercusiones tanto en el propio Frente de Todos como en la oposición.

Una posible materialización de este llamado está en la pretensión, anunciada por el gobierno, de formalizar un esquema plurianual de ordenamiento de las cuentas públicas, que eventualmente pueda ser ratificado por el Congreso en el marco de un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. En paralelo con la reformulación del Consenso Fiscal en la que se está trabajando junto con los gobernadores, ambos instrumentos podrían condensar la base del tan mentado acuerdo social. El desafío de un apoyo transversal de la política a un compromiso de este tipo es difícil, pero no imposible.

Aunque suene agrio para una sociedad que viene padeciendo un deterioro continuo en sus condiciones de vida, lo cierto es que la situación de vulnerabilidad de la economía argentina da cuenta de la triste realidad de que, aún en un escenario de crecimiento, la discusión de los próximos años estará más que nada asociada a los costos de normalizar las variables macro. Una recuperación a velocidad crucero hoy no está dentro de las opciones.

En ese sentido, tal vez la única manera que tenga Alberto para escapar al designio histórico de ser un nuevo Duhalde sea asumiendo el papel de un Tsipras. Esto es, como el ex premier griego, conduciendo un difícil proceso de reacomodamiento de los desequilibrios producto de la doble crisis, la endógena y la exógena, tratando de hacerla lo más leve posible y aprovechando cada intersticio para preservar y ampliar el bienestar de aquellos sectores con menos resto.

No se trata de un idealismo o voluntarismo ciego, hay bases racionales para pensar que a todo el arco político de conviene hacer viable este esquema. Para una oposición moderada puede ser más tentador enfrentar en tres años a un gobierno que esquivó un precipicio a costa de una recuperación paulatina, que la alternativa de un escenario de crisis con capacidad de reformular de manera impredecible todo el escenario político. Cómo decía Saramago, el miedo común es así, puede unir fácilmente las diferencias.

Con todo, el sendero hacia una normalización gradual requiere de otros elementos además de la voluntad política. La realidad es que, pese a las últimas buenas noticias, las reservas continúan cayendo y el último viernes rompieron la barrera de los 40 mil millones de dólares. Sin reactivación de la oferta de divisas, toda calma es provisoria. A su vez, la estabilidad de la dinámica cambiaria depende de poder sostener la demanda en las licitaciones para renovar la deuda en pesos, que ahora cobran mayor relevancia como vía de financiamiento. Ese será el termómetro que habrá que ir midiendo para saber si el horizonte que ofrece el gobierno es revalidado por los actores económicos.

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Por último, como para agregar más complejidad a la trama, vale aclarar que todo lo anterior está supeditado a un factor más, sobre el cual el gobierno tiene nula injerencia, que es la evolución de la pandemia. Tal cómo está explicitado en el presupuesto con media sanción, en la presunción de que el 2021 es un año de normalización se juega la condición de posibilidad del plan económico. Un escenario que obligue a nuevos confinamientos, como está ocurriendo en Europa, supondría erogaciones que inevitablemente obligarían a la licuación de pasivos, independientemente del método al que se termine apelando. En definitiva, la viabilidad de la danza hacia la armonización gradual de la economía hoy está, en buena medida, encomendada a Putin y su Sputnik V.