En una entrevista asombrosa, aún para el generoso estándar de los funcionarios de Cambiemos, el ministro de Energía Juan José Aranguren explicó que sigue teniendo su patrimonio en el exterior pero que “a medida que recuperemos la confianza en la Argentina regresaremos el dinero". Esa honesta confesión, reflejo de la transparencia que tanto exigen nuestros periodistas serios, generó, sin embargo, la furia de varios de ellos. Alfredo Leuco llegó incluso a darle un ultimátum al funcionario: traer su dinero o renunciar. Casi la mitad de los activos de los principales funcionarios del gobierno están en el exterior, pero Leuco sólo le pidió la renuncia a uno. Ocurre que el moralismo selectivo de nuestros periodistas de púlpito es, como los caminos del Señor, inescrutable.

En defensa de la indignación del reconocido periodista, debemos aceptar que la frase de Aranguren presenta varios niveles para el asombro. El más elemental es que el ministro no confíe en su propio gobierno y priorice sus intereses por sobre los del país, enviando una pésima señal al mundo al que pide volver. Pero el más relevante es que piense que la confianza en un país es como la lluvia y que sus gobernantes sólo pueden esperar que llegue, sin incidir en ello. 

Esa visión de gobernante-espectador refuta una de las críticas más frecuentes hacia el gobierno de Cambiemos, que es la que sostiene que administra al país “como si fuera su empresa”. Sería impensable que siendo CEO de la petrolera, Aranguren hubiese confesado públicamente: “A medida que recuperemos la confianza en Shell usaremos su nafta". De la misma forma, durante su gestión empresarial, los gerentes hoy reconvertidos en ministros de Mauricio Macri jamás hubiesen renunciado a su bono anual para que la compañía pudiese honrar deudas con bonistas y proveedores. Es difícil imaginar a Mario Quintana renunciando a su sueldo de presidente de Farmacity porque la compañía debe pagarle al proveedor de alcohol en gel.

Sin embargo, el gobierno de los CEOs no duda en pedirles a sus representados jubilados y asalariados –accionistas de esa supuesta empresa llamada Argentina-  renunciar a sus derechos en pos de garantizar el pago sin quita a bonistas y todo tipo de acreedores. En otros términos: si el país realmente fuera una compañía bajo su administración, los ministros-gerentes no hubieran aceptado pagar de inmediato y en efectivo lo que reclamaban los holdouts. Un buen ejemplo es el pasivo del Correo Argentino, donde la familia Macri supo administrar las deudas y estirarlas en el tiempo hasta eternizarlas.

Ningún CEO que busque hacer bien su trabajo le explicaría a su board que algunos accionistas ganarán menos de lo previsto y otros más, y que esa asimetría redundaría en un beneficio para todos en un futuro tan virtuoso como lejano. 

En lo que sí podemos encontrar similitud entre el desempeño público-privado de los ministros-CEO es en el afán de lograr que toda deuda sea, finalmente, pagada por los argentinos. Ya sea nacionalizándola como en el 2001 o tomándola sin control como en este período de gobierno de Cambiemos.

Un indicio más de que el gobierno de los CEOs está interesado en administrar de la manera más eficiente los intereses de las empresas, siempre y cuando no sean, justamente, la Argentina.